domingo, 1 de agosto de 2010

El reloj de arena

Está bien que se mida con la dura
Sombra que una columna en el estío

Arroja o con el agua de aquel río

En que Heráclito vio nuestra locura


El tiempo, ya que al tiempo y al destino
Se parecen los dos: la imponderable

Sombra diurna y el curso irrevocable

Del agua que prosigue su camino.

Está bien, pero el tiempo en los desiertos
Otra substancia halló, suave y pesada,

Que parece haber sido imaginada

Para medir el tiempo de los muertos.


Surge así el alegórico instrumento
De los grabados de los diccionarios,
La pieza que los grises anticuarios
Relegarán al mundo ceniciento

Del alfil desparejo, de la espada
Inerme, del borroso telescopio,

Del sándalo mordido por el opio

Del polvo, del azar y de la nada.



¿Quién no se ha demorado ante el severo
Y tétrico instrumento que acompaña

En la diestra del dios a la guadaña

Y cuyas líneas repitió Durero?


Por el ápice abierto el cono inverso
Deja caer la cautelosa arena,

Oro gradual que se desprende y llena
El cóncavo cristal de su universo.


Hay un agrado en observar la arcana
Arena que resbala y que declina

Y, a punto de caer, se arremolina

Con una prisa que es del todo humana.


La arena de los ciclos es la misma
E infinita es la historia de la arena;

Así, bajo tus dichas o tu pena,

La invulnerable eternidad se abisma.


No se detiene nunca la caída
Yo me desangro, no el cristal. El rito
De decantar la arena es infinito

Y con la arena se nos va la vida.


En los minutos de la arena creo
Sentir el tiempo cósmico: la historia
Que encierra en sus espejos la memoria

O que ha disuelto el mágico Leteo.

El pilar de humo y el pilar de fuego,
Cartago y Roma y su apretada guerra,

Simón Mago, los siete pies de tierra
Que el rey sajón ofrece al rey noruego,

Todo lo arrastra y pierde este incansable
Hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
De tiempo, que es materia deleznable.

Jorge Luís Borges

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